Enmarcado por un dosel de hojas rojizas y doradas, el monte Fuji asoma en el horizonte como un dios tranquilo. La escena, tomada a orillas del lago Kawaguchi, cerca de Tokio, encarna dos de los elementos más venerados del paisaje japonés: la intensidad efímera de las hojas otoñales y la eternidad del volcán. Cada otoño, los arces japoneses (Acer palmatum o momiji, en japonés) transforman los bosques en lienzos vivos, atrayendo a millones de personas a contemplar la belleza natural.
El momijigari, o “caza de hojas rojas”, es una tradición ancestral en Japón. Como ocurre con la floración de los cerezos en primavera, el cambio cromático de los arces moviliza cada año a miles de personas, que recorren templos, montañas y lagos para observar el paisaje otoñal. Al fondo del lago se alza el Fuji-san, símbolo sagrado y emblema nacional. Su silueta perfecta, frecuentemente cubierta de nieve, ha inspirado durante siglos a artistas, poetas y peregrinos. Contemplarlo desde las orillas rojas del lago Kawaguchi es una experiencia profundamente estética y espiritual, un diálogo entre la fugacidad del otoño y la permanencia de la montaña.