El presidente decreta en su primer día en el Despacho Oval un perdón “total, completo e incondicional” que incluye a presos del 6 de enero que cometieron actos violentos.
Fue una de las primeras medidas adoptadas por Donald Trump tras tomar por segunda vez posesión del Despacho Oval horas después de jurar el cargo en Washington. El nuevo presidente de Estados Unidos firmó este lunes una orden ejecutiva por la que indulta a unos 1.500 condenados o procesados por participar en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. También conmutó las penas de 14 reos que estaban en prisión por los delitos más graves cometidos aquel día, una de las jornadas más negras de la historia reciente de la democracia en Estados Unidos. El efecto de la conmutación de pena es similar en este caso al del indulto: todos quedarán libres.
Se trata de un perdón “total, completo e incondicional”, dijo Trump, que “pone fin”, añadió “a una grave injusticia nacional perpetrada contra el pueblo estadounidense durante los últimos cuatro años”. El nuevo presidente se refirió a los indultados como “rehenes” y afirmó que esperaba que los reos salieran “esa misma noche”.
La noticia no fue una sorpresa para nadie; Trump llevaba meses avisando de que lo haría según tomara posesión por segunda vez como presidente de Estados Unidos. Durante la campaña que lo devolvió a la Casa Blanca, definió aquel desabrido día de enero en la capital como un “acto de paz y amor”.
Lo que sucedió en realidad puede resumirse así: miles de sus seguidores marcharon hacia el Congreso al final de un mitin del aún presidente en el que incitó a las masas a la insurrección. Asaltaron por la fuerza el Capitolio y profanaron la institución de todas las maneras posibles en un ataque que duró varias horas, mientras Trump, que les había metido en la cabeza el bulo de que le habían robado las elecciones, lo seguía todo por televisión. La algarada causó la muerte de una manifestante y dejó otros cuatro fallecidos en las horas siguientes al incidente, además de heridas a unos 140 agentes que estaban protegiendo la ceremonia de la transferencia pacífica del poder presidencial.
Medio centenar de activistas de la comunidad que se ha construido en estos años en defensa de los insurrectos pasaron el lunes a la puerta de una cárcel del sudeste de Washington en la que cumplen condena tres decenas de esos reos. La noticia de que Trump los perdonaba la esperaban, pero no la generosidad que demostró el presidente, que dejó en libertad a personajes del 6 de enero tan famosos y controvertidos como el líder de la milicia extremista de los Proud Boys, Enrique Tarrio, al que le cayeron 22 años por conspiración sediciosa, o el cabecilla de otra temible agrupación ultra, los Oath Keepers. Stewart Rhodes, que lleva un par de años entre rejas y le quedaban otros 16, es uno de los 14 cuya pena fue conmutada, al darse por cumplida.
Al final de una jornada en la que no cabían ya más sorpresas en Washington, el gentío, ataviado con gorras rojas y equipado con banderas estadounidenses, se apostó a 10 grados bajo cero frente a la puerta del correccional e hizo lo que acostumbra a hacer cada noche: escuchar música patriótica y hablar con la prensa y con algunos de los que están al otro lado de los muros. En un rincón, estaban los padres de Daniel Ball, que habían conducido 14 horas desde Florida con una esperanza que se cumplió cuando Sherri Hafner, que se ha hecho un nombre en la comunidad de los presos del 6 de enero por retransmitir estas vigilias, dijo por el megáfono que el muchacho, de 38 años, estaba listo, según su abogado, para abandonar la prisión.
Llamadas entre rejas
El padre se puso a llorar. Antes, había explicado que a su hijo, tres años después de que lo detuvieran, aún no lo habían juzgado, “porque se negó a declararse culpable”. Antes del perdón, pesaban sobre él 12 cargos, entre ellos, agredir, resistir u obstaculizar a los agentes con un arma mortal o peligrosa y utilizar un explosivo para cometer un delito grave. Se enfrentaba a una pena máxima de más de 20 años. “Papá, mamá, os quiero mucho”, dijo desde dentro de la prisión, mientras una mujer, llegada de Virginia Central por primera vez a la vigilia, se echaba también a llorar.
“Trump dijo que lo haría, que nos liberaría, y ha cumplido su promesa; es un hombre de palabra. ¡Qué orgullo tener un presidente tan valiente!”, dijo en otra llamada Dominic Box, al que un juez halló culpable de cinco delitos. Cuando colgaron el teléfono para no ocupar la línea, no fuera a ser que llamaran los abogados con más buenas noticias, Brandon Fellows, otro habitual de las vigilias, contó que había cumplido tres años de condena y que las condiciones en la cárcel del otro lado de la calle eran “inhumanas”.
Después, escucharon ese clásico que escribió Kris Kristoferson y que, en la voz de Janis Joplin, advierte de que “la libertad no es sino otra manera de decir que no tienes nada que perder”, antes de que un tipo llegara con un megáfono de juguete a provocar a los presentes. ”¡Es antifa!”, gritó un hombre barbudo. Total: la policía tuvo que venir a sacar al alborotador de allí. A las nueve en punto, como cada noche desde hace casi mil, todos, dentro y fuera, cantaron el himno estadounidense.
Los indultos de este lunes ponen fin a la macrocausa del 6 de enero, la “más importante en la que se ha embarcado en su historia el Departamento de Justicia”, según la describió el recién cesado fiscal general Merrick Garland. Los centenares de detenidos y acusados por delitos federales acabaron ante un tribunal de la ciudad Washington que durante los últimos cuatro años se atascó en la resolución de esos procesos. Una treintena de los condenados terminaron en el mismo módulo de esta cárcel con vistas al río Anacostia, en un ala que bautizaron como “de la libertad”.
Después de haber firmado los perdones, entre otras decenas de medidas extraordinarias, Trump abandonó la Casa Blanca al final del primer día de su regreso al poder para poner rumbo a las tres galas inaugurales a las que asistió. A esa hora aún quedaban un par de docenas de personas a las puertas de la cárcel. Daban palmadas y pateaban el suelo para soportar el frío, mientras esperaban a que soltaran a alguno de los presos, repartían carteles que pedían que “ningún hombre” quedase atrás y uno de los presos al teléfono decía: “Muchas gracias, señor presidente, al fin volveremos a casa”.